Por estos días se conoció el fallo adverso para la diputada Camila Vallejo sobre su querella por injurias graves contra el conductor radial Gonzalo de la Carrera, a propósito de los dichos de este último sobre un supuesto apoyo de la parlamentaria a la pedofilia, haciéndose parte de la difusión, a través de Twitter, de una noticia falsa publicada en un medio electrónico español. Lo que hizo el juez de la causa fue, en definitiva, desestimar como medio de prueba las capturas de pantalla de la cuenta del acusado, al tiempo de señalar que la parte querellante tampoco ofreció testigos ni peritos que pudieran aportar a la causa. Con esta decisión el locutor de radio quedó absuelto y la diputada obligada a pagar los costos del proceso judicial.
Más allá del mérito jurídico del fallo, de la responsabilidad de la parte querellante de no haber actuado con mayor prolijidad en la defensa y del revés para Vallejo, lo cierto es que lo que esta situación nos plantea es un fenómeno que ya se ha hecho medianamente recurrente en el debate público, especialmente el que ocurre en redes sociales y que tiene un efecto multiplicador en distintos medios y que debiera ser motivo de preocupación transversal porque limita el debate democrático y enrarece el clima político. Se trata del uso intensivo que se hace de noticias falsas o afirmaciones que dañan la honra de las personas, estigmatizan grupos, dañando finalmente con esto el sano debate y la fe pública.
De esto hemos conocido en el último tiempo. En medio del verano, hace algunas semanas atrás, el titular de Salud señaló que se asociaba el aumento de los casos de VIH a la inmigración y agregó después que también a la distribución de la “píldora del día después”. Del mismo modo, la segunda autoridad de Interior señaló, en medio de los voraces incendios en el sur del país, que “algunos incendios del último tiempo están asociados al tema de la causa mapuche…”, sin que a la fecha se conocieran pruebas que, en cualquier caso, debieran ser determinadas en un proceso judicial. A este tipo de fenómenos suma y siguen otras intervenciones en redes sociales de diversos actores, no necesariamente del ámbito político, que dan por ciertas afirmaciones que, teniendo un impacto más acotado, tienen igualmente un efecto sobre el debate público y sobre la vida de las personas. Por cierto, este es un fenómeno que no solo afecta a nuestra democracia, sino que está ampliamente extendido en el mundo.
La libertad de expresión ha sido una conquista y es un valor fundamental de la democracia que todos debemos cuidar; ella ha sido consagrada en el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que señala que “todos tendrán derecho a opinar sin interferencia” y “todos tendrán derecho a la libertad de expresión, este derecho incluirá la libertad de buscar, recibir y difundir información e ideas de todo tipo, independientemente de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o impreso, en forma de arte, o por cualquier otro medio de su elección”. El pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobado por la Asamblea de Naciones Unidas, que entró en vigor en 1976, complementa la primera declaración señalando también en su artículo 19 que el ejercicio de este derecho conlleva también deberes y responsabilidades, siendo sujeto de restricciones que deben estar fijadas por ley de manera de cautelar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás y la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.
Lo anterior es una cuestión clave y en esto hay una responsabilidad social, especialmente de aquellos que por su posición de poder o por su influencia pública, tienen el deber de cuidar el nivel del debate. No se trata de retroceder en libertad de expresión, sino que de cuidar lo que hemos construido como país. La vigilancia y la denuncia permanente de este tipo de situaciones es fundamental, porque es nuestra convivencia social la que, en definitiva, está en juego.
Columna de opinión publicada en La Tercera