Hasta mediados de 2019, el debate público en nuestro país giraba en torno a las promesas incumplidas de crecimiento económico del actual gobierno de derecha del presidente Sebastián Piñera, tras un cuatrienio de la expresidenta Bachelet, en que, fruto de un diagnóstico correcto, tras 20 años desde la recuperación democrática se impulsaron reformas profundas que apuntaban a la redistribución como eje principal de su gestión.
Las reformas tributaria, educacional y al sistema democrático, incluido el inicio de un proceso de discusión de una nueva constitución, constituyeron junto a una serie de reformas inconclusas, como las de pensiones y de salud, un avance decidido hacia una transformación del modelo neoliberal heredado de la dictadura, lo que evidentemente generó una reacción decidida y enérgica de los sectores más conservadores de la sociedad, que sumado a problemas políticos internos de la propia coalición de gobierno y al escándalo CAVAL, derivaron finalmente en una gestión con bajo apoyo ciudadano y en una derrota presidencial frente a la derecha.
No obstante ello, el gobierno de Bachelet materializó una reforma educacional de gran envergadura, tal vez una de las reformas más relevantes implementadas en democracia, desde la Reforma Agraria de Eduardo Frei Montalva.
De esta manera, cuando asume el Gobierno el Presidente Piñera, producto de un diagnóstico cortoplacista, y a la larga equivocado, cual es, que el desarrollo chileno se alcanzaría por la vía de tan solo crecimiento económico, éste se aboca a implementar, sin mayoría parlamentaria, una gestión restauradora, con el propósito de desmantelar las reformas iniciadas en el gobierno anterior, apostando al apoyo empresarial y a un ciclo económico internacional auspicioso, factores los cuales le brindarían niveles de crecimiento que le permitirán a la derecha gobernar por varios períodos más.
En definitiva, dicha apuesta estratégica no resulto, pues la guerra comercial entre China y Estados Unidos obstruyó el comercio mundial, y a diferencia del primer gobierno de Piñera, el super ciclo de las materias primas no se volvió a repetir, ante lo que la población empezó a advertir que las promesas desmesuradas e irresponsables que había hecho en campaña la derecha no se correspondían con la realidad, que los tiempos mejores nunca llegaron, y que la sociedad chilena era manejada por una élite de empresarios desvinculados de la sociedad, que se daban el lujo de desdeñar a miles de ciudadanos humildes que día a día madrugaban para hacer fila y lograr hora en un consultorio público de salud, con comentarios tales como que lo hacían para tener “vida social”.
Mientras tanto, la oposición seguía lamiéndose las heridas de la derrota, con partidos políticos cada vez más desconectados con su electorado, sin lograr unidad parlamentaria, no obstante ser mayoría, careciendo de todo liderazgo.
Así estábamos, hasta octubre del año pasado, cuando se desencadena el “Estallido Social”.
Crisis Social
Si bien es complejo el poder determinar las causas que generaron el que una sociedad que se pensaba había devenido en apática y poco interesada por las cuestiones de interés público, haya tenido repentinamente una repolitización, al extremo de paralizar el país durante varios meses con acciones multitudinarias y que incluyeron también hechos importantes de violencia, es posible establecer que esta gran crisis social tiene como rasgo distintivo y transversal, un reclamo de la gente por las dificultades del poder sobrellevar con dignidad una existencia acorde con las demandas materiales y los patrones culturales del Chile contemporáneo, generando una sensación de desprotección, la cual cruza en mayor o menor medida, a todas las clases sociales.
Si bien las aflicciones económicas varían dependiendo de la condición de quienes las padecen, la sensación de inseguridad, de temor a perder lo alcanzado, desde un tiempo a esta parte venía haciéndose cada vez más generalizada.
Pero no es correcto concluir de aquello, el que de este fenómeno haya emergido una demanda popular que aspire a reemplazar el modelo de desarrollo por otra forma de relacionamiento socio económico diametralmente distinto. En estas protestas sociales, a diferencia de los que algunos sostienen, no existió una interpelación a la vida en comunidad o a un modelo de socialización que reniegue del consumo y de lo individual como rasgo identitario.
Estamos ante un reclamo más bien desarticulado, que emerge de lo más íntimo de las personas, caracterizado por una suma de miedos, frustraciones y aflicciones, que no es correcto entenderlas como una reivindicación ideológica de algún tipo, lo que convierte este fenómeno en algo único, incluso con componentes nihilistas, complemente diferente a los vividos con anterioridad en nuestro país.
Para ponerlo en perspectiva, los grandes procesos de cambios a lo largo de los últimos 200 años han venido por lo general acompañados por proyectos alternativos (Revolución Francesa, Revoluciones Americanas, Revolución Rusa, por poner algunos ejemplos). En las movilizaciones sociales de estos últimos meses, en cambio, no se percibe un llamado a construir una sociedad nueva basada en fundamentos distintos al de las sociedades liberales, sino que más bien, constituyen una expresión de descontento que encuentra la causa de su malestar entre quienes, aun habiendo sido beneficiados por el progreso material de estos últimos 30 años, perciben niveles de desigualdad intolerables, producto del modelo de desarrollo neoliberal, es decir, de un diseño socio económico en donde el rol del Estado es sustituido por el del mercado, involucrándose en ámbitos de la sociedad que estaban antes reservados a la política.
Cuando la lógica del mercado inunda todo, las personas comienzan a padecer una ingente sensación de abandono. Pues, los comportamientos y relacionamientos de las personas, al carecer de disciplinamiento ético, atentan en contra de la socialización, que, como señalara Hannah Arendt, es uno de los aspectos fundamentales de la “Condición Humana”.
Esta mutación – desde economía hacia sociedad de mercado -, es un fenómeno completamente desconocido para las generaciones anteriores. En efecto, desde la fundación de la República, nuestra sociedad tuvo siempre una alta valoración por el rol de lo “público”, dejándole al Estado espacios importantes de intervención. Tal es el caso de la educación, la previsión, la salud o sectores de la economía, como la minería, que se entendían patrimonio común de todos los chilenos.
Así entonces, nos encontramos ante un periodo en que la economía gobierna la política, provocando niveles de desigualdad que, siendo menores que los padecidos en otros momentos históricos de nuestro país, generan mayor malestar.
Esta desigualdad, que podríamos categorizar como “distinta”, tiene una doble dimensión: material y simbólica.
Desde lo material, es evidente que no obstante la mejor condición de la población en términos absolutos, lo que se evidencia en mayor acceso a bienes básicos y de consumo respecto de lo que existía hace 30 años atrás, esta mejora no disminuyó las brechas sociales, introduciendo a su vez, una segmentación social territorial antes inexistente.
Por otro lado, Chile pasó de ser un país pobre a uno de ingresos medios en un lapso coto de tiempo, sin que este desarrollo impactara homogéneamente en la población.
En las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado, la sociedad chilena estaba abocada a superar la pobreza, en un país en general, mucho más pobre.
Hoy en día, habiéndola reducido de manera importante, el problema es otro. Consiste en cuestionarse por qué unos pocos son dueños de gran parte del todo, en circunstancias que el resto de la sociedad debe conformarse con lo que queda.
A esta desigualdad material, se suma otro tipo de desigualdad, que puede ser tan o más importante que la primera: “La Desigualdad Simbólica”.
Un concepto que ayuda mucho a comprender esta subespecie de desigualdad es el que la socióloga Kathya Aruajo ha denominado como “expectativas de horizontalidad”, entendiendo por ello, como; “las perspectivas de otros de recibir un trato horizontal, en el que haya un reconocimiento del sustrato de igualdad fundante entre miembros de una sociedad, expresado en formas respetuosas, dignas o consideradas de tratamiento en las interacciones ordinarias.” Es decir, una forma de relacionamiento que se plasma en cuestiones que van más allá de lo material, yendo desde la forma en que se relacionan personas de distintas clases sociales hasta las oportunidades que se tiene para acceder a un empleo en base al mérito, y no al origen familiar.
A diferencia de Europa o de otras sociedades latinoamericanas como Argentina y Uruguay, en donde ha existido desde hace décadas una clase media culturalmente homogénea, en Chile, en donde la estructura social fue siempre muy patriarcal, el modelo de desarrollo de los últimos años, si bien forjó generaciones que salieron de la pobreza, este ascenso vino dado por el acceso a bienes de consumo fruto de la bancarización y el crédito, careciendo de un desarrollo socio – cultural que les brindara identidad y pertenencia, de modo tal que, en lo simbólico, siguieron primando patrones extremadamente clasistas, sustentados en elementos tales como el origen familiar, los colegios, los barrios, los lugares de veraneo, etcétera.
De esta forma, lo que ha ocurrido en Chile con el “Estallido Social” debe ser analizado con cuidado y detenimiento, sin sucumbir ante la tentación de entender este fenómeno como una reivindicación de lo colectivo, bajo las calves de ideologías comunitaristas, sino que más bien, como un reclamo por un acceso al consumo en términos de mayor equidad y como una revitalización de lo público en termino de aseguramiento de ciertas prestaciones, tales como salud, educación, vivienda, etc.
En definitiva, la gente quiere seguir siendo parte de los beneficios del libre mercado, pero de un mercado en donde todos puedan ser partícipes de sus beneficios y con mayor protección pública.
Crisis Institucional
Por otro lado, en esta crisis social, existe además un fuerte componente institucional, que se manifiesta en un rechazo en contra de las élites.
En materia de representación política, como bien lo demostró la última encuesta CEP de diciembre de 2019, un 72% de los encuestados no se sienten representados con ninguna posición política, en donde los partidos representan tan sólo un 2% de la población, es decir, no representan a nadie.
Las causas de esta deslegitimación de los partidos políticos, como todo fenómeno social, tienen muchas explicaciones, pero sin lugar a duda que la más importante la constituye la pérdida de confianza fruto de los casos de financiamiento irregular descubiertos en los últimos años.
La misma serie de la encuesta CEP lo demuestra. Si uno analiza la identificación de la ciudadanía con las tendencias políticas, quienes no se identifican con ninguna posición crece de forma significativa en 16 puntos porcentuales, desde un 54% en julio del 2014, hasta un 70% en noviembre de 2015, coincidiendo dicha alza con el período de irrupción de los principales casos de financiamiento irregular de las campañas y los partidos políticos.
Al desprestigio de la política se suma el desprestigio de las instituciones religiosas, las empresas, las Fuerzas Armadas y Carabineros, los medios de comunicación, y en general, de todo lo que dentro de nuestra sociedad se estructure como organización de administración de espacios de poder.
Esta deslegitimación institucional se explica principalmente por una paulatina pérdida de confianza producto del develamiento de conductas reñidas con la ética, que en una sociedad hiper informatizada, impactan fuertemente horadando su credibilidad.
Así entonces, a la desigualdad se suma el decaimiento de las estructuras de mediación social, generando una confluencia extremadamente dañina para la salud democrática.
La Pandemia del Coronavirus
Tras la irrupción en marzo del 2020 del Coronavirus, además de una crisis sanitaria de proposiciones y de su terrible consecuencia en pérdida de vidas humanos, es muy probable que experimentos también, profundos cambios, como se generaron tras catástrofes mundiales acaecidas anteriormente en nuestra historia.
Entre 1347 y 1353, en la Europa medieval irrumpió la pandemia de la fiebre bubónica, conocida también como “Peste Negra”, que, según estimaciones de aquella época, habría acabado con un tercio de la población europea de ese entonces, que llegaba a cerca de 80 millones de habitantes.
La magnitud de dicha catástrofe fue tal, que muchos historiadores le atribuyen el haber sido uno de los factores que marcaron el término del Feudalismo, tras el deceso de millones de campesinos que se desempeñaban a un muy bajo costo, generado un alza en el precio de los alimentos y un decaimiento de las labores agrícolas, lo que trajo consigo el que los señores feudales tuvieran que arrendar sus predios, originándose una nueva clase social, la burguesía, la cual sería trascendental en el desarrollo de la técnica y de los grandes cambios políticos y sociales que dieron paso al renacimiento primero, y a la modernidad, después.
Si bien aún es pronto para concluir que un fenómeno de una envergadura semejante vaya a producirse como consecuencia del Coronavirus, no sería raro que, tras esta crisis, seamos testigos de trasformaciones socio – políticas, económicas y culturales de gran magnitud.
De hecho, varias de éstas estaban en proceso, y muy probablemente el Coronavirus sea una suerte de acelerador de cambios que ya se venían dando en el mundo entero
Por de pronto, la forma de enfrentar la pandemia reanima el debate respecto a qué tan viables y beneficiosos son los nacionalismos, que tienen cierta reminiscencia a los movimientos luditas del siglo XIX, en un mundo en que la globalización tecnológica y comercial es un hecho indesmentible, y al parecer, irremediable.
Está claro que, ante fenómenos mundiales, como son una pandemia de estas características, las repuestas nacionales no solo no sirven, sino que son peligrosas.
De esta forma, es muy posible que tras la crisis sanitaria del Coronavirus se genere un debate relativo a la factibilidad de que ciertos países, incluidas grandes potencias como Estados Unidos y Reino Unido, continúen sus políticas de reivindicación del Estado Nación decimonónico, cuando en los hechos, fruto del avance tecnológico, aquello parece impracticable.
También es probable que tengamos una aceleración en la introducción de ciertas transformaciones en las métodos y medios de producción, apresurando la robotización de ciertas labores y el trabajo a distancia.
A ello, se suma la incorporación con más fuerza de sistemas de flujo de información y vigilancia social, con la consecuente disputa relativa a la propiedad de los datos, lo cual, a su vez, generará un interesante debate en torno a la esfera privada y su protección, y a si las formas de gobierno autoritarias son más eficientes que las democráticas.
También es probable que las comunidades virtuales adquieran una preponderancia aún mayor, y que algo que hasta hace años atrás era visto como probable, sea de ahora en adelante un hecho: que nuestras relaciones sociales estén mediadas en un porcentaje importante por los dispositivos electrónicos.
Y qué decir con el calentamiento global y la contaminación generada por el hombre y los combustibles fósiles. Resulta sorprendente, pero al mismo tiempo previsible, el constatar que, tras una disminución en la actividad industrial mundial y la consecuente menor emisión de gases de efecto invernaderos, el planeta reviva. Si bien el impacto de esta desaceleración en la actividad humana mundial aún está por verse, es muy probable que el calentamiento global tenga una pausa, siendo una bofetada en la cara para quienes sostenían que este fenómeno no estaba directamente vinculado a factores antrópicos.
Debemos considerar también, que estas catástrofes son siempre oportunidades. Así como las dos guerras mundiales del siglo pasado constituyeron una fuente de gran desarrollo en materia tecnológica y militar, lo más probable es que el Coronavirus traiga consigo avances y descubrimientos importantes en biotecnología, nanotecnología e inteligencia artificial.
Y todo esto, va a traer también importantes discusiones tanto políticas como éticas.
En la esfera política, es muy probable que la globalización vuelva a estar en la primera línea del debate internacional, en donde se reviva la discusión respecto a cómo generar sistemas de gobernabilidad y de gobernanza mundial, ante un mercado global que ni obedece ni respeta fronteras. En el plano interno, en tanto, se profundizará el debate respecto al rol de lo público, y a si el modelo de sociedad privatista e individualista es capaz de dar respuestas satisfactorias ante situaciones críticas como las experimentadas durante estos últimos años.
Tras el Coronavirus, quedó en evidencia el riesgo que significa el contar con un Estado en extremo precario y con una sociedad gobernada por la economía, sin una superposición de la política en la toma de decisiones estratégicas y de largo plazo.
En el plano ético, a su vez, resurgirán con fuerza discusiones relativas a los límites de la biotecnología y la inteligencia artificial, así como también respecto a las fronteras de la ciencia, la disrupción tecnológica y el uso de energías contaminantes. Este tipo de debates prometen ser los próximos clivajes sociales que, no es de extrañar, cambien completamente los posicionamientos políticos, enmarañando los postulados de las izquierdas y derechas más tradicionales. De esta forma, es muy factible que, ante la vieja discusión entre igualdad y libertad, se agreguen parámetros de diferenciación distintos, relativos a posicionamientos éticos confrontados por las distintas visiones frente a estos temas.
¿Está dando el Progresismo respuestas a estos desafíos?
Qué duda cabe que, al deslegitimarse los partidos tradicionales, en un país que otrora era sindicado como ejemplo latinoamericano por tener un sistema de partidos estructurado e ideológico, las izquierdas y derechas se diluyen y pierden significancia para la población.
Los partidos de centro izquierda, otrora acreedores de un gran capital moral por su rol en la lucha contra la dictadura, la recuperación democrática y por el carácter de partidos ideológicos, con los años fueron deviniendo en meros aparatos burocráticos, pragmáticos y disociados de la realidad social, al extremo de perder toda capacidad de mediación, generando una profunda desconfianza ante la ciudadanía. Gran responsabilidad tiene en esto, como ya se indicó, la espuria relación que estos partidos mantuvieron con grupos económicos para su financiamiento.
Esta baja estima hacia los partidos de centro izquierda no admite excepciones. Si bien el surgimiento de partidos y movimientos nuevos articulados bajo la coalición del “Frente Amplio” ilusionó a más de alguno con una sustitución y renovación de los partidos de centro izquierda tradicionales, al parecer ello no fue mas que un espejismo, siendo estos, al poco andar, alcanzados por el desprestigio generalizado de la política partidista. Al parecer, el principal capital diferenciador que en ellos confluía, renovación y juventud, no fue suficiente.
Así entonces, nos encontramos ante una crisis de representatividad política que, en el caso de los partidos progresistas, entendiendo por progresismo esa corriente de pensamiento que agrupa a partidos reformistas que abogan por transformaciones sociales, es más crítica, por cuanto la confianza de la cual fueron acreedores se difuminó de tal manera, que la ciudadanía que en algún tiempo votó por ellos, ahora no los reconoce como instrumentos representativos de los valores e idearios que dicen promover.
Si bien, como se dijo, la crisis de confianza abarca a todos los partidos, lo cierto es que a la derecha le impacta menos, pues, por lo general, sus partidos defienden intereses, de modo tal que, aun estando cuestionados por malas prácticas, logran finalmente aglutinar y movilizar a su electorado.
En lo partidos progresistas ocurre un fenómeno distinto. Al ser estos depositarios de esperanzas e ilusiones de cambio social, al perder fiabilidad, su electorado termina distanciándose de ellos, dejándolos de apoyar, y en un sistema de voto voluntario, eso se traduce en abstención electoral.
Esto es lo que viene ocurriendo en Chile desde la década de los noventa, fuertemente incrementado a partir de los escándalos de financiamiento político.
Pero la crisis de los partidos progresistas seria incorrecto sustentarla tan solo en un problema de confianza fruto de sus malas prácticas. También existe un desencanto, una pérdida de credibilidad basada en que su carácter de instrumento de trasformación social fue paulatinamente, tras la recuperación de la democracia, perdiendo fuerza.
Sería injusto sostener que la Concertación no desarrolló políticas sociales distintas a las que venia desarrollando la dictadura y de que no se introdujeron elementos redistributivos relevantes al modelo socio económico, pero es imposible soslayar que, muchas de las promesas de cambio enarboladas en un comienzo, fueron quedando en el olvido, y para ser justos también, ello fue producto tanto de los amarres institucionales dejados por el régimen militar como del conformismo de algunos para con el modelo neoliberal.
No fueron pocos los que se terminaron por convencer de que la receta para el desarrollo era el crecimiento económico y la apertura a nuevos mercados, dejando en un plano secundario todo lo relativo a la redistribución de ingresos y la provisión de bienes públicos.
Por otro lado, no se puede desconocer que, en el plano de las ideas, desde fines del siglo pasado, el progresismo ha sido incapaz de actualizarse y brindar miradas novedosas que den respuestas al mundo de hoy.
Podría decirse que existen dos hitos en el decaimiento del progresismo mundial. La izquierda marxista sufrió un gran golpe tras el derrumbe de la Unión Soviética y los socialismos reales. Tras décadas de guerra fría, el modelo comunista soviético finalmente se derrumbó, y a partir de ahí, algunos llegaron a dar por sentado el fin la historia, pues se pretendió instalar que la disputa entre izquierda y derecha había sido ganada definitivamente por esta última.
Pero a fines de los noventa del siglo pasado, hay una suerte de segundo aire para la izquierda, a través de la tercera vía y formulas socialdemócratas, que intentan conjugar democracia, libre mercado y estado bienestar. Sin embargo, la crisis financiera del 2008 pone en fuerte entredicho la desregulación de los mercados financieros, y tras el rescate de los bancos por algunos Estados, revive el debate respecto a las bondades del capitalismo y la globalización, poniendo en el centro de la discusión el modelo liberal representado por los partidos socialdemócratas, tanto en su expresión europea como norteamericana, lo que sumado al bajo crecimiento y a la creciente inmigración desde países en vías de desarrollo, desencadena un flujo de nacionalismos proteccionistas que generan adhesión en importantes sectores de clases medias y bajas, otrora atraídos por los partidos de izquierda.
En Latinoamérica en tanto, a partir de principios de este siglo resurgen en algunos países algunas fórmulas de izquierdas autoritarias, con reminiscencias castristas, los cuales, ayudados por el alto precio mundial de los commodities, tienen en un comienzo muy buenos resultados económicos. Ya, avanzada la segunda década de este siglo, la situación de estos países comienza a decaer, llegando a situaciones dramáticas, incluso de índole humanitaria, como las experimentadas a lo largo de estos últimos años por Venezuela
De esta forma, podemos concluir que, desde la caída del Muro de Berlín, el progresismo ha padecido de una incapacidad real para proponerle al mundo una alternativa de desarrollo realista y seria, que, con pleno respecto a los valores democráticos, sea vista como un proyecto viable para la superación de la pobreza y las desigualdades, dentro de un mundo globalizado y en que la libre circulación del capital es un hecho irreversible.
Los experimentos de países que han optado por cerrar sus mercados y viabilizar un proyecto alternativo de desarrollo, como Corea del Norte o Cuba, más allá de las cosas rescatables que puedan llegar a tener, en el mundo actual, no son ejemplos dignos de imitar por nadie.
EL CHILE DEL MAÑANA
Una mirada Progresista como propuesta de desarrollo para el Chile del siglo XXI.
Tras este oscuro diagnóstico del progresismo a nivel mundial, y qué duda cabe, del estado actual en que está en nuestro país, con partidos desprestigiados, sin liderazgos, carente de propuestas, reactivos y sin unidad, tenemos como único consuelo, que la derecha no está mucho mejor.
Tras una campaña en que se prometieron tiempos mejores, a dos años del segundo mandato de Sebastián Piñera, el proyecto político restaurador que le propusieron al país fracasó. Y el desconcierto es total, pues la derecha no es capaz de comprender cómo un gobierno que obtuvo un 55% de votos en la segunda vuelta presidencial de 2017 (un 26% del total de las personas en edad de votar), perdió todo su apoyo político, tanto así, que según la última encuesta CEP, ahora no tiene más de un 6% de apoyo ciudadano.
Pero, peor aún, la derecha tampoco entiende que su vertiente neoliberal del modelo de sociedad está fuertemente en cuestión, y que lo que ellos creían eran los principales problemas de la gente, economía y seguridad, no tan solo han sido incapaces de solucionarlos, sino que han sido sustituidos por reivindicaciones más propias del ideario progresista, como la desigualdad y la falta de oportunidades.
Entonces, surge la legítima interrogante de si no es esta la coyuntura propicia para que la centro izquierda se plantee con seriedad, cuáles deberían ser los principales ejes a partir de los cuales estructuras una propuesta de futuro.
Desarrollo Solidario
Una de las dificultades que el progresismo ha tenido para dar con una propuesta que permita constituir una narrativa coherente, ha sido brindarle al mercado el rol que permita conjugar crecimiento económico con equidad social.
A diferencia de la derecha neoliberal, para la cual el mercado es un dogma, se puede sostener que tanto mercado y Estado pueden confluir armónicamente desde una perspectiva pragmática, generando una combinación virtuosa, como la que desarrollaron países asiáticos, ejemplos de crecimiento sostenido durante los últimos 50 años.
A fines de los años setenta, los Chicago Boys desarrollaron un diagnóstico, cual era, que nuestro país tenía ventajas comparativas derivado de ciertas materias primas, y que nuestra vocación natural debía ser la exportación de estas, y para ello era necesario abrirse al mundo generando la mayor cantidad posible de tratados de libre comercio.
Paralelamente, era indispensable terminar con las políticas desarrollistas de inspiración “cepaleanas” (industrialización por sustitución de importaciones), permitiendo el ingreso de bienes importados sin restricción, dejando a su suerte a las industrias nacionales y disminuyendo la injerencia del Estado en materia económica, reduciendo el tamaño del aparato público al mínimo.
A esto se sumaba una política monetaria independiente de la política fiscal, con un Banco Central autónomo, y fuerte estímulo a través de la inversión de los fondos de pensiones privados.
Estas políticas brindaron a Chile un crecimiento económico sorprendente durante los primeros años tras la recuperación de la democracia y hasta la crisis asiática de 1998, con una tasa de crecimiento entre 1990 y 1997 de un 6,8%. Luego, durante la primera década del 2000, el país vuelve a crecer a una tasa promedio de 4.6% entre el 2000 y el 2008, año en que se desata la crisis financiera “subprime”. Producto de un muy buen manejo contra cíclico, nuestra economía sale airosa de dicha recesión mundial, recuperándose y creciendo en el periodo 2010 – 2014 a una tasa promedio de 4,5%, en gran medida debido al alto precio de los commodities.
Sin embargo, durante los últimos años nuestra economía ha venido ralentizándose, creciendo a un 2% aprox. promedio, y casi con certeza este año, y muy probablemente el próximo, viviremos unos de los peores en materia económica desde la crisis de 1982.
Paralelamente, la desigualdad sigue siendo muy importante. Chile es el país con la mayor desigualdad de ingresos de entre las 34 naciones de la OCDE, en donde el 10% más rico acapara 27 veces los ingresos del 10% de menores ingresos. A su vez, el 5% más rico de la población gana 830 más veces que el 5 % más pobre. Asimismo, según se consigna en el informe Revisión Económica 2010 de dicho organismo, los costos promedio de la educación superior en Chile están entre los más caros del mundo, con un valor promedio de 3 mil 140 dólares anuales. Sólo en Estados Unidos la educación es más cara que en Chile.
De esta forma, nos encontramos ante un escenario en extremo delicado, en donde a los problemas de desigualdad arrastrados por décadas, se agregaron los que irremediablemente van a surgir tras estas dos crisis que hemos padecido los últimos seis meses, la social y la sanitaria.
Por eso, es que debemos ser capaces de salir de ellas de una forma tal, que no sea puro costo, y que como ocurrió con otros países tras traumas semejantes, termine constituyendo una oportunidad para realizar las transformaciones que nos permitan convertirnos en una nación desarrollada.
En esa perspectiva, y a diferencia de los sectores conservadores que verán en estas crisis una excusa para congelar la discusión de fondo respecto a los cambios que debemos hacer al modelo de desarrollo, una vez superada la urgencia económica, deberemos abocarnos a realizar las transformaciones necesarias para superar las trabas que nos han impedido tener una sociedad que, junto con alcanzar altos niveles de crecimiento, brinde a su población bienestar social. Y para ellos, es indispensable ponernos de acuerdo con ciertos aspectos básicos.
Por de pronto, es necesario anticiparnos a los inevitables cambios que vendrán en materia económica a nivel mundial, y entender que un país como Chile, sin amenazas de conflictos internacionales, con una economía sana (aun después de la crisis), con instituciones solidas y con un sistema democrático estable, requiere establecer un plan de desarrollo a largo plazo que pase necesariamente por diversificar su economía, introduciendo más tecnología e innovación en las industrias tradicionales, y mover el horizonte hacia servicios y manufactura de alto valor agregado e intensivos en conocimiento, así como hacia la investigación y desarrollo.
En materia de ciencia y tecnología, nuestro país sigue teniendo una baja tasa de inversión en comparación con los países OCDE, con tan solo un 0,38% del PIB, inversión la cual en su mayoría es provista por el Estado.
Para poder superar estas brechas, es indispensable contar con sistemas de cooperación público – privado, en donde el Estado potencie iniciativas empresariales y en que las supla cuando éstas no estén en condiciones de proveerlas.
La demonización de “lo público” ha sido uno de los grandes males heredados de la visión ortodoxa de los economistas que instauraron el neoliberalismo en Chile, y es indispensable erradicarlo.
Hay muchas áreas estratégicas, sobre todo en iniciativas en que se requiere de mucha innovación tecnológica, en que el Estado puede ser de gran ayuda, y por qué no, más eficiente que los privados.
Asimismo, debemos ser capaces de construir un sistema de protección social robusto, que sea capaz de brindar un estándar de vida digno a nuestra población, con la provisión de ciertos derechos los cuales deben garantizarse.
Cuestiones tan elementales como la jubilación, la salud, la educación, la vivienda, el empleo, la seguridad y un ingreso digno, deben ser asegurados por el Estado, ya sea a través de provisión publica, privada o mixta.
Independientemente del medio y del mecanismo técnico que se utilice, estos derechos son la base mínima para construir un país igualitario, y para ello se requieren políticas redistributivas que aumenten la carga tributaria a los más ricos, de modo tal de asegurar cohesión social.
Esta visión que garantice derechos a los que menos tienen, debe estar sometida a la política, y no a la economía, de ahí que sea de mucho sentido entenderla como un modelo en que la base ética este dada por la solidaridad, en donde el fin último de las políticas públicas esté en garantizar un nivel de vida homogénea a nuestra población, subordinando para ello todos los instrumentos y mecanismos técnicos a dicho propósito.
Durante décadas nos hemos acostumbrado a que la política esté detrás de los dictados del crecimiento económico, siendo éste el que fije la pauta y los lineamientos de las medidas a implementar.
Pues bien, el Desarrollo Solidario, por el contrario, invierte dicho relacionamiento, y a diferencia de la concepción filosófica orientada por la Subsidiariedad Pasiva, en que el Estado actúa única y exclusivamente cuando los privados no quieren o no pueden hacerlo, aquí el foco esta dado por el bienestar de los individuos, sin importar si dicho bienestar es brindado por el Estado o por los privados.
El Desarrollo Solidario, que no es lo mismo que la caridad, constituye una forma de relacionamiento interpersonal, en que los individuos entienden que su mejor condición de vida está vinculado y condicionado con la calidad de vida del entorno, tanto humano como natural. Se esta bien cuando todos lo estamos, incluido el ecosistema.
De esta forma, al incorporar un componente ético al modelo, se erradica esta visión economicista y se rompe con esta cultura de lo individual, lo que, a su vez, permea en lo público e institucional.
Esta visión constituye un cambio total de paradigma, ya que subordina el crecimiento económico y las políticas públicas a que la sociedad en su conjunto este bien, con ciertos mínimos que se deben garantizar por el Estado, rompiendo con la doctrina del liberalismo clásico que aduce que, en la búsqueda del propio beneficio, las personas son conducidas sin proponérselo por una mano invisible a beneficiar a la sociedad en su globalidad. Bajo un Desarrollo Solidario se invierte este axioma, estableciendo que el beneficio de cada uno se logra si es que se garantiza al resto un nivel de vida digno, acorde a sus potencialidades. Es decir, el otro deja de sernos indiferente, transitando de la concepción del yo persona individual, a la del nosotros.
Así entonces, constituir una sociedad bajo los dictados de una ética de la solidaridad, brinda un marco dentro del cual orientarnos, estableciendo una visión distinta a la predominante hasta ahora, bajo una visión que entiende el bienestar personal condicionado al bienestar de la sociedad en general.
Consensos Éticos.
Para recuperar la confianza de la sociedad en la democracia, los partidos políticos y las instituciones en general, es indispensable establecer consensos éticos básicos, en base a éticas de mínimos.
Como señalara la filósofa española Adela Cortina, “la ética suele fijarse en dos orientaciones centrales, que serían la orientación de la justicia y la orientación de la felicidad. En ese sentido, en una sociedad plural se trata de establecer unos mínimos de justicia compartidos por todos los grupos de una sociedad pluralista, grupos que, por su parte, defienden lo que parece oportuno llamar unos máximos de felicidad o de vida buena, en el entendido que en una sociedad hay distintas éticas de máximos que hacen distintas propuestas de vida feliz, y esas distintas éticas de máximos comparten unos mínimos de justicia que se concretan en valores y en principios.”
Así entonces, la discusión constitucional es importante no tan solo por el momento constituyente que se genera al interior de una sociedad, sino que también, por el rol que esta constituye como espacio para consensuar valores mínimos, valores que deben ser fruto de una deliberación, entendida esta como aquel ejercicio de intercambio argumentativo del cual emanan preceptos asumidos como propios.
Nuestras prácticas sociales han estado fuertemente cuestionadas durante este ultimo tiempo. De ahí la razón por la que la ciudadanía que no esta en espacios de poder, desconfía tan fuertemente de las instituciones.
En dicho contexto, el espacio de deliberación constituyente es una oportunidad única para renovar el pacto social y determinar así, cuáles son los valores que queremos nos orienten en el futuro.
De este modo, el desafío para el progresismo consiste en renovar sus votos de confianza para con la ciudadanía, para lo cual, las prácticas de los partidos políticos deben estar imbuidas de normas de conducta que vayan más allá de lo legal, en donde la participación, la democracia y la transparencia sean entendidos como valores comunes que le den sustento al actuar en lo público.
No se trata de convertirse en partidos inquisidores ni en “savonarolas” de la moral, sino que de entender que los estándares de conducta que demanda la ciudadanía actual son distintos a los de antes, y que la coherencia, es decir, la correlación entre lo que se piensa, dice y hace, es fundamental para recuperar las confianzas.
El daño más profundo que los casos de corrupción han hecho, es precisamente justificar el individualismo como móvil de conducta social. Ante instituciones descompuestas, las personas buscan respuestas en sus familias y redes cercanas, perdiéndose el tan necesario sentido de comunidad, indispensable para construir sociedades solidarias e integradas. Nuestra principal tarea para lograr recuperar el tejido social es precisamente, recuperar la confianza. De ahí la relevancia de lo ético.
Unidad Progresista
Como bien nos recordara el expresidente uruguayo Pepe Mujica en su visita a Chile durante la campaña de segunda vuelta presidencial pasada, cuando las posiciones son el todo o nada, termina ganando el nada. Es decir, las posiciones maximalistas tan solo contribuyen a que se mantenga el statu quo.
De esta forma, la única posibilidad de vencer a los sectores conservadores de nuestra sociedad es a través de la unidad de todos los que comulgan con una visión común.
Y en esta confluencia deben estar todos, sin excepciones, incluidos sectores progresistas de la derecha.
Estamos en un periodo extraordinario de cambio político, en que el sistema de partidos esta en crisis, en donde muy probablemente surjan partidos nuevos y muchos de los antiguos, terminen desapareciendo.
De esta manera, seguir con el clivaje del SI y el No, a estas alturas, es absurdo, más aún cuando el debate constitucional debería constituir la instancia política de la cual emanen las macro visiones de sociedad que terminen alineando las posiciones de partidos en base a fundamentos muy distintos a los que estábamos acostumbrados.
Como se señaló, los desafíos tecnológicos, de la sociedad de la información, los desafíos éticos y los ecológicos, van a cruzar la tradicional disputa entre libertad e igualdad, y es a partir de ahí que los partidarios de transformaciones sociales deben confluir, teniendo la audacia de romper viejos clivajes.
De esta manera, para la centro izquierda surgen dos grandes desafíos. Por un lado, unirse, superando los conflictos pequeños y las ansias absurdas de protagonismo, en el entendido de que, en un sistema de partidos desprestigiado, toda aventura que tienda al camino propio es una aventura sin ningún destino. O aquí nos salvamos todos, o no se salva nadie. Pero dicha confluencia debe ser a partir de una visión mínimamente compartida de sociedad, en que, con generosidad, pongamos los acuerdos por sobre las diferencias, pensando en lo fundamental, entendiendo que de todo ejercicio de confluencia van a surgir divergencias, para lo cual hay que establecer mecanismos para procesarlas, sin caer, por el contrario, en la sempiterna tentación de exacerbarlas.
Y por el otro lado, el progresismo debe ser capaz de sumar a todos aquellos sectores de independientes, incluidos sectores de derecha, que adhieran a una visión común de sociedad. El llamado a generar un gran consenso respecto a los grandes temas del país, dado que estamos en un trance histórico sin precedentes, debe ser sin exclusiones, pues la coyuntura en que nos encontramos no admite mezquindades y nos demanda generosidad y grandeza, pues serán las próximas generaciones de chilenos las que juzgarán si finalmente estuvimos a la altura de las circunstancias, anteponiendo ante cualquier consideración, el bien superior del país.
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