Opinión

Chile y la percepción de corrupción

Hay legítimas preocupaciones por el sostenido retroceso de Chile en el índice anual de percepción de la corrupción que entrega la ONG Transparencia Internacional en el mundo entero. Algunas voces expertas incluso han dicho que detrás de esta noticia habría síntomas de cierta descomposición institucional.

Sobre este indicador hay que tener varias precisiones. Primero, se elabora a partir de percepciones de expertos y de encuestas en grandes centros de pensamiento. Es bien claro que no es posible generar indicadores objetivos de corrupción, porque ya su propia definición es imposible: algunos la asocian sólo con delitos de cuello y corbata; para otros significa todo tipo de abusos o privilegios, y hasta un problema endémico del orden económico y social imperante.

Segundo, que este guarismo debe relacionarse necesariamente con los indicadores de gobernanza del Banco Mundial, tanto más completos, pues integran dimensiones que dan cuenta de la salud de Estado de derecho: violencia política, libertad de expresión, eficiencia en la entrega de los servicios públicos, entre otras.

Con todo, el índice es tremendamente fiable y da cuenta de la conocida paradoja que se está viendo en Latinoamérica: las leyes anti-corrupción por sí solas no funcionan si no vienen con un compromiso de hacerlas cumplir (enforcement); y en situaciones de desigualdad y violencia política, la percepción de corrupción incluso sube (Brasil, México).

Aunque baja, Chile sigue segundo en el continente luego de Uruguay, y seguido muy de atrás por Costa Rica. Todos países que, además de adoptar medidas contra la corrupción, se caracterizan por tener un Estado de derecho, con independencia de poderes, control público, manejo fiscal transparente y garantías en derechos fundamentales.  

Pese a ello, muchos chilenos creen que el país tiene altos niveles de corrupción. Al respecto, un experto mundial sostenía que “lo importante no es el fenómeno, sino la reacción”. La corrupción es un fenómeno no erradicable, que se da en todas las sociedades, pero cuyos alcances se pueden controlar. Aunque parezca chocante, la literatura sostiene que es esperable que existan escándalos regulares vinculados a la élite política y social, siempre y cuando no afecten los bienes y servicios que se entregan a la ciudadanía que paga sus impuestos.

Los recientes fraudes en las Fuerzas Armadas y Carabineros son asuntos graves y de alta preocupación, pues los recursos defraudados podrían haber servido para el combate contra la delincuencia. Del mismo modo, las salidas judiciales alternativas en connotados casos de corrupción no parecen haber generado una sensación de reparación social adecuada, lo cual incide netamente en las percepciones.

La paradoja final es que nuestros índices de percepción eran mejores cuando la vieja y engañosa ley electoral estaba vigente, y cuando la policía podía contar con mantos de secreto. Ojos que no ven, corazón que no siente.

Columna de opinión publicada en el Diario El Financiero.