Las cuentas ante el Congreso y el país se han convertido en parte del mapa político de nuestra democracia y, en buena hora, un principio esencial de la separación de poderes y del ejercicio democrático es que las autoridades sean capaces de rendir cuenta de su gestión y de las promesas que se van materializando. En ciclos presidenciales cortos, como el chileno, el trazado es más o menos claro, a la primera que inaugura el gobierno y que permite trazar la hoja de ruta, le siguen aquellas que listan un sinnúmero de logros y promesas, para seguir con las últimas que, en medio del ciclo electoral, tienen más carácter de balance y cierre. La del sábado cumplió con su cometido, realizó un balance de lo obrado en más de un año de administración y planteó una serie de otras promesas, algunas cumplibles y otras que seguramente tendrán dificultad de materializarse, pero en un tono correcto y esperable. El problema es probablemente otro, y es que ella ocurre en medio de uno de los peores momentos de confianza en las instituciones, todo producto de un sinnúmero de escándalos que han afectado de manera significativa la percepción que tienen los ciudadanos sobre la efectividad de la política -léase, la gestión y administración del poder- para responder adecuadamente a esta, que es la principal fuente de conflicto hoy para nuestra democracia. En esto, el discurso quedó al debe.
Si bien el Presidente dedicó un capítulo completo a la calidad de la democracia, las instituciones y la modernización del Estado, lo cierto es que lo planteado se queda corto o, peor aún, plantea soluciones errando en el diagnóstico. La convocatoria a un gran acuerdo nacional que liderará el Ministerio del Interior (señal inequívoca de respaldo a una autoridad que ha estado bajo cuestionamiento) requerirá, sin duda, que se clarifique la agenda sobre la cual se hará dicha invitación. Si bien estamos todos de acuerdo en que la baja confianza en las instituciones es el gran problema que debemos enfrentar y que para ello es preciso avanzar en probidad y transparencia (aunque Chile ha avanzado de manera significativa en la última década, generando un ecosistema que permite el acceso a la información, la regulación del lobby, medidas en favor de la probidad, entre otras), no es claro que ello deba hacerse en base al debilitamiento de ciertas instituciones, que es la primera cuestión que debiera preocuparnos.
El anuncio respecto de la disminución del número de parlamentarios parte de un diagnóstico errado, que es que a partir de una medida de esta naturaleza nos estamos haciendo cargo de la crisis de confianza para un gobierno que, además, ni siquiera tiene mayoría para impulsar una iniciativa de estas características. Vale la pena recordar que el aumento de parlamentarios fue parte de la discusión de la reforma electoral aprobada en la administración anterior y que permitió, entre otras cosas, mejorar la representación de bloques políticos que no habían tenido la posibilidad de entrar al Congreso, la casa en que las distintas visiones que representan el sentir de un país debieran estar representadas. Sin duda, se trata de una medida popular, no obstante, se realiza a costa de conceder el punto sobre la inutilidad de contar con un Parlamento grande (supuesto también falso, porque basta mirar el número de legisladores en otras partes del mundo en relación a la población), donde claramente la cantidad de legisladores no es el punto principal, sino que mejorar la manera en que el Parlamento se relaciona con la ciudadanía y da muestras de la efectividad de su quehacer. En tal sentido, buscar otras medidas que permitan hacernos cargo de este desafío habría sido el camino correcto.
Con todo, sigue aún pendiente hacernos cargo de verdad de cómo enfrentar adecuadamente la crisis de confianza, que de no mediar soluciones claras, dialogantes y transversales, seguirá siendo la espada de Damocles que pende sobre nuestra democracia.
Contenido publicado en La Tercera.