Ya se ha empezado a hablar de “la vuelta a la normalidad” y las autoridades han celebrado la baja significativa en hechos de violencia. Sin embargo, la realidad es que desde el inicio del estallido social hasta ahora no se ha hecho nada para terminar con la violencia y la delincuencia. En cambio, lo que hemos visto ha sido la estrategia de barrerlas de vuelta hacia los márgenes de la sociedad – lugar donde siempre han estado- usando, nuevamente, a las policías como frontera de control social para contenerlas en la marginalidad.
Tras la llegada de la violencia y actos delictuales a Plaza Italia y las estaciones de metro, que luego subiría hasta las comunas burbuja donde habita la élite política y económica del país, un número significativo de personas pareció darse cuenta que en Chile existía la violencia. El desconcierto y miedo fue tal, que el mismo Presidente de la República inventó que estábamos en guerra contra “un enemigo poderoso”, compuesto de una especie de sindicato criminal de narcos, barristas y anarcos.
La realidad, es que se trataba mayoritariamente de jóvenes, que han convivido desde niños con la violencia, los abusos, la ausencia del Estado, la presencia de narcotráfico y la violencia. Muchos de ellos salieron en masa desde los territorios y la marginalidad donde viven. Los hijos de la violencia estatal se tomaron el espacio público.
En la desesperación y el miedo, la misma élite que vio amenazada su burbuja se disfrazó de guerrilleros de barrio alto con las mismas antiparras que usan para esquiar, sólo que ahora para “defender la patria” de los “flaites”. Al mismo tiempo, otra parte de la elite no dudó en escribir sendas columnas decoradas con un “yo lo dije”, culpando al narcotráfico de estar tras la organización de atentados, incluso fantaseando con orgánicas mexicanas y colombianas de las cuales aprendieron viendo Netflix.
En paralelo, la violencia seguía expandiéndose a lo largo de las principales ciudades del país en manos de quienes vandalizaban, destruían, saqueaban, quemaban e incluso vestían chalecos amarillos. Para sorpresa de algunos, entre los detenidos encontramos incluso bomberos, concejales y militantes de partidos de quienes hoy nos gobiernan.
La respuesta del Gobierno quedó en manos de una desgastada policía que no lograba prevenir y menos restaurar el orden público, sin salirse del marco del respeto a los Derechos Humanos y generar mayor violencia. El escenario fue, por decir lo menos, catastrófico.
Hoy, nuevamente, las medidas de seguridad siguen apuntando a contener y reducir la violencia por medio de estrategias de barrido hacia los márgenes de la sociedad, con la presentación de paquetes populistas de mano dura, que buscan seguir persiguiendo a los mismos de siempre para darles más castigo y cárcel.
Ya el 2018 vimos como la lógica del barrido llegó a su máxima expresión al alero de una estrategia implementada por el Gobierno y que basaba su éxito en la desigualdad. Al menos en la Región Metropolitana, mientras los delitos violentos en comunas como Vitacura bajaron en un 29%, en otras como Pudahuel aumentaron en un 29%. Esta estrategia cumplió su objetivo, arrinconando y escondiendo la violencia en zonas de sacrificio y persiguiendo obsesivamente los delitos contra la propiedad, para garantizar la paz y estabilidad dentro de las burbujas.
Bajo esta lógica de barrido y limpieza es que las policías se transforman en barreras de control social, que contienen estos fenómenos como una frontera lejos de la vista de quienes más tienen. Esto explica, en gran, parte los abusos que hemos visto. Los Carabineros han estado entrenados para contener y restaurar el orden, bajo un paradigma del orden público basado en el enemigo interno. Ya que la seguridad pública ha sido delegada a las policías, la responsabilidad no es de éstas, sino de la conducción política que por décadas se desligó de hacer esta tarea con seriedad y ha medido la efectividad de la acción policial, principalmente, por la reducción de delitos contra la propiedad privada, delitos cometidos por los que menos tienen, por los que viven al otro lado de esa frontera. Es en ese lugar donde el Estado está ausente o funciona a medias, donde el crimen organizado se llega a transformar en un actor generoso, protector y benefactor y que una vez que gana terreno, es casi imposible sacarlo.
Esta dinámica es la que incentiva la demanda y producción de eslabones desechables, de pobres desechables. Así, jóvenes, mujeres y quienes menos tienen seguirán dando sustento al empoderamiento del crimen como sujetos desechables. Estos ingresan a los círculos del crimen a temprana edad, porque el tráfico y el delito se transforma en la única forma de salir de la pobreza o el estancamiento social del que han sido víctimas por generaciones. El 83% de las causas de ingreso femenino a la cárcel es por condenas basadas en delitos para generar ingresos y el 50% por ley de drogas.
Esta guerra contra la delincuencia les perseguirá y les tomará detenidos una y otra vez. En la calle serán reemplazados por otros más jóvenes y vulnerables y, gracias al endurecimiento de las penas, se les encarcelará para que sean entrenados con las élites de la delincuencia. Les volveremos a dejar en libertad para luego volver a encarcelarlos. Garantizaremos así, que estos jóvenes inicien una carrera delictual que les durará al menos por 30 o 40 años más.
Quienes celebran el sistema de mano dura asumen que esta logrará intimidar y disuadir el crimen para volver a limpiar lo que está ocurriendo en nuestras calles y ojalá no volver a ver a los hijos del fracaso estatal en su jardín. Pero a pesar de quererlos lejos, no tienen problemas en que sean sus madres, padres, hermanas y hermanos quienes viajen horas arriba de un transporte público ineficiente, para que vengan a cuidar sus jardines, criar a sus niños, pasear a sus perros y sostenerles la sombrilla mientras están en la playa, clubes de campo y piscinas privadas. No les molesta uniformarlas con delantales, para dejarles claro que son parte de otro Chile. Esta paradoja es el corazón de la maquina que termina por reproducir pobreza para someterla a un sistema de explotación laboral, ya sea de forma legal o ilegal.
Urge reconocer entonces, que el verdadero enemigo no es el narcotráfico ni el crimen organizado, ni menos la delincuencia, sino que es la desigualdad. El Estado ha estado ausente durante gran parte de la vida de estos “desechables” y llega solo con fuerza, cuando es momento de castigarlos o cobrarles impuestos desproporcionados como el IVA. Es triste, pero por sobre todo es alarmante ver que la reacción del Gobierno sea seguir barriendo el problema hacia donde siempre ha estado.
Si esto continúa, no solo seguiremos reproduciendo pobreza y desigualdad, sino que seguiremos trabajando a favor del narcotráfico y el crimen organizado. Todo, para que en poco tiempo sean los hijos de ese “lumpen”, de esos “flaites” y los nuevos hijos del fracaso del estado, quienes saltarán nuevamente en masa la frontera y volverán con más fuerza a romper la burbuja.
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