La conmemoración de los cincuenta años del derrocamiento del presidente Allende es noticia mundial, superando incluso un 11 de septiembre más reciente, el de las Torres Gemelas. Impresiona la profusión de libros, documentales, series de TV, emisiones de radio, exposiciones, nuevas revelaciones, documentos desclasificados, testimonios hasta ahora desconocidos. Todo un estallido de informaciones, emociones y un gran ejercicio de memoria. Así, por ejemplo, se ha podido documentar de manera irrebatible el apoyo al golpe por parte de la administración Nixon desde antes incluso que Allende tomara posición del gobierno. También el verdadero laberinto en que se convirtió la relación del presidente con los partidos de su coalición que nunca terminaron de entender la esencia profunda de la Vía chilena al socialismo imaginada por Allende.
El homenaje principal tendrá lugar en el Palacio de La Moneda, el mismo en donde el martes 11 de septiembre de 1973 Salvador Allende, presidente constitucional de Chile, se quitó la vida en medio de las llamas provocadas por el bombardeo de dos aviones Hawker Hanter de la Fuerza Aérea. La gran mayoría de las figuras nacionales e internacionales clave de esa época ya no están. Acompañarán en esta ocasión al presidente Boric, los presidentes de Argentina Alberto Fernández, Gustavo Petro de Colombia, Luis Lacalle Pau de Uruguay y Andrés Manuel López Obrador (AMLO) de México. La presencia de este último es particularmente significativa por lo excepcional. En efecto, en todo su período gubernamental que entró a su quinto año, AMLO sólo se ha desplazado dos veces al extranjero, ambas a Estados Unidos. Este es en consecuencia su primer viaje a un país latinoamericano.
Una paradoja
¿Qué se conmemora? La pregunta es pertinente y la respuesta encierra una paradoja: como norma, en el mundo se conmemoran más bien las grandes victorias y no las derrotas. En este caso no ocurre así; conmemoran los vencidos mientras los vencedores, los grandes beneficiados, no podrán celebrar públicamente como lo hicieron durante muchos años contando para ello con la declaración por parte del régimen militar del 11 de septiembre como feriado nacional.1
El golpe militar le puso la lápida a la “Vía chilena al socialismo” que consistía en transitar hacia el socialismo, por primera vez en la historia, a través del voto y el respeto a las instituciones democráticas. Décadas de hegemonía leninista o derechamente castrista en gran parte de las izquierdas quedaban atrás para dar paso a una propuesta novedosa que generó gran interés mucho más allá de las fronteras de Chile. En países de la importancia de Italia y Francia, con los dos más grandes partidos comunistas de Occidente, la experiencia chilena era vista con particular interés. La cara opuesta era la preocupación del gobierno norteamericano, encabezado por Richard Nixon y asesorado muy de cerca por Henry Kissinger quienes veían en la tentativa de Allende un peligro que debía ser conjurado a como diera lugar. Y finalmente lo consiguieron.
El golpe en contra de Allende no fue el conocido cuartelazo protagonizado por los típicos caudillos militares latinoamericanos tan bien descritos por Miguel Ángel Asturias y Gabriel García Márquez. Augusto Pinochet, figura opaca y mediocre, fue por el contrario la cabeza de una verdadera revolución capitalista que transformó, con los métodos propios de una dictadura que se prolongó durante diecisiete años, de manera muy profunda la economía y la sociedad chilenas. El neoliberalismo de Milton Friedman y la Escuela de Chicago encontró en Chile un terreno fértil de experimentación. La puesta en práctica de esas reformas le permitió al país, no sin antes pasar por una severa crisis,2 situarse a la vanguardia de América Latina en materia de apertura comercial y reducción del tamaño del Estado. El carácter precoz que tuvo la aplicación de esas reformas le dio a Chile, país pequeño, importantes ventajas en cuanto a acceso a los mercados internacionales.3 El apoyo de figuras políticas como Ronald Reagan y Margaret Thatcher hizo que el “modelo chileno” alcanzara un gran realce a nivel mundial. Se plegaron también a esta campaña instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional deseosos de mostrar cómo un alumno aventajado del Consenso de Washington podía obtener buenos resultados.
Las reformas del régimen militar, especialmente las privatizaciones y la apertura comercial más la reforma agraria de los gobiernos de Frei Montalva y Allende crearon una nueva clase empresarial que desplazó a la vieja oligarquía terrateniente y a una burguesía industrial ampliamente dependiente de un sistema de protecciones con aranceles que superaban en promedio el 100 %. Bajo la dictadura no se reconstituyeron los grandes latifundios improductivos y cerraron definitivamente las fábricas que formaban parte de un oligopolio ineficiente. Surgió así una nueva burguesía que debió extremar sus esfuerzos para resistir la competencia internacional en el mercado interno y abrirse paso en los mercados internacionales. Junto a ella se desarrolló un sector de alta gerencia, operadores de mesas de dinero, traders, abogados especializados en cuestiones tributarias y arbitrajes. En conjunto, constituye el sector sin duda más beneficiado por la dictadura militar. Varios de ellos formaron parte de los “cómplices pasivos” de la dictadura, sindicados de esta forma por el expresidente Piñera cuando se conmemoraron los cuarenta años del golpe militar. Este es el sector que se siente el gran protagonista del dinamismo económico del modelo chileno. Son estos los que debieran celebrar, pero las circunstancias, especialmente internacionales, no lo permiten. Lo harán seguramente en privado, lejos del escrutinio y la mirada pública.
La centralidad de la figura de Allende
El presidente Allende es la figura indiscutida. Generó con su muerte el aprecio que no siempre tuvo en vida. Sin su sacrificio, el golpe en Chile sería uno más de la larga lista latinoamericana. Él lo sabía y no estaba dispuesto a pasar por la humillación de tantos presidentes desalojados y enviados al exilio. Su gesto constituyó la base moral a partir de la que se organizó la resistencia a la dictadura militar. Aportó legitimidad épica y belleza a una lucha extremadamente difícil por parte de fuerzas políticas que la dictadura buscó exterminar. Algo de importante tenía que haber en un proceso por el cual, alguien como Allende estaba dispuesto a inmolarse. En el plano político, la grandeza de Allende radica en su capacidad para haber imaginado una vía democrática de superación del capitalismo. Sin decirlo, era una crítica a los socialismos reales impuestos por la fuerza. Es también un desafío presente que busca todavía respuesta para quienes no nos resignamos a que el individualismo capitalista sea el horizonte insuperable de la humanidad. Aquí radica lo esencial de su legado, su relevancia, su incuestionable actualidad.
Allende era sin dudas un personaje complejo. No fue ajeno a los aires de su tiempo impulsados por la descolonización y la Revolución Cubana que lo llevaron más de una vez a pronunciar inflamados discursos de corte revolucionario. Sin embargo, su práctica era la típica de un profesional de la política institucional y parlamentaria: ministro, diputado, senador y cuatro veces candidato presidencial. Era rigurosamente un reformista socialdemócrata.4 Sus instrumentos no eran las armas sino las mociones parlamentarias, los proyectos de ley y los discursos. No fue nunca el jefe de pequeños grupos guerrilleros clandestinos sino que buscó liderar a las grandes masas y estuvo siempre por la unidad del conjunto de las fuerzas progresistas más allá incluso de los límites de la izquierda.
Es cierto: consideraba el calificativo de “reformista” como un insulto. Y exhibía con orgullo la foto con la dedicatoria del Che Guevara: “A Salvador Allende que por otros medios trata de hacer lo mismo”. La verdad es que otros medios conducen a fines bien distintos. En el fondo, Allende lo sabía y no imaginó nunca gobernar un país con régimen de partido único, sin Congreso Nacional y libertad de expresión. Se lo reiteró expresamente a Patricio Aylwin en su última conversación del 24 de agosto del 73. Cuando éste le dijo que Chile se encaminaba a una dictadura, la respuesta de Allende fue tajante: “No mientras yo sea presidente”.
Retrospectivamente, uno le habría pedido más firmeza en la defensa de sus convicciones, el reconocimiento sin complejos de su reformismo, un deslinde claro con el ultrismo. No lo hizo porque no quería ser un divisor de la izquierda. Fue así como entró en un laberinto del cual no consiguió salir. Como escribí hace años, Allende amaba la vida, la disfrutaba a cada minuto. El no buscó su destino. Fue ese destino el que lo buscó a él.
La trayectoria y la estatura moral de Allende lo llevaron a convertirse en figura mundial. Como escribió Regis Debray, “no estaba previsto que entraría en la leyenda pero permanecerá en la memoria”.5 Son innumerables las calles, las plazas o las escuelas que en los más diversos lugares del mundo llevan su nombre. El líder derrotado que fracasó en su proyecto de vía chilena con empanadas y vino tinto entró a la historia por la puerta ancha. Por el contrario, el vencedor, el que gobernó con mano de hierro durante diecisiete años y tuvo éxito en transformar profundamente a Chile terminó en el más bajo fondo de la historia con sus restos enterrados en una de sus casas para protegerlos del escarnio público. Así es la historia.
Una coalición que no estuvo a la altura
La tarea que se propuso Allende era demasiado ambiciosa para las fuerzas que había conseguido alinear. Fue electo con 36 % y no dispuso nunca de una mayoría sólida que pudiera sustentar el proceso. Las fuerzas que lo apoyaban, básicamente los partidos socialista y comunista, no estuvieron a la altura. Son graves y muchos los errores cometidos. Importa precisarlos para que queden allí como lecciones para que nuevos procesos de cambio no vuelvan a cometerlos.
La política económica puesta en práctica, definida por sus promotores como de “reactivación por el consumo popular”, generó durante los primeros meses una gran bonanza cuya manifestación más directa fue el importante aumento de los salarios reales. Se suponía que existían grandes capacidades instaladas ociosas que la estimulación del consumo incorporaría al proceso productivo. Durante el primer año la receta funcionó. En las elecciones municipales de abril de 1971 la coalición de gobierno superó el 50 % de los votos. Tanto el Partido Comunista como el Partido Socialista obtuvieron votaciones históricas: 17.08 % y 22.64 %, respectivamente.6 Era, sin embargo, un auge efímero. Es todavía un misterio que los historiadores no han podido descifrar por qué no se aprovecharon esas condiciones favorables para haber convocado a un plebiscito para producir un cambio institucional de envergadura como habría sido la elección de un nuevo Congreso unicameral, conforme a lo establecido en el propio programa de gobierno de la Unidad Popular.7 En los hechos, primó la voluntad de Allende de mantener la institucionalidad en la cual había desarrollado toda su trayectoria. A poco andar, la falta de inversión, incentivada sin dudas por las fuerzas contrarias al proceso que recurrieron además al boicot y al acaparamiento, comenzó a hacer estragos. Desabastecimiento, mercado negro, hiperinflación fueron la respuesta de una economía sometida a un estrés imposible de sobrellevar. Amplios sectores, especialmente de capas medias, resintieron las consecuencias y bascularon progresivamente hacia el campo de la oposición.
Asimismo, cuesta todavía entender la incomprensión de la dirigencia de la izquierda de las condiciones internacionales en las que se desenvolvía el proceso chileno. Estábamos en plena Guerra Fría. Allí donde era fundamental mantener un riguroso no alineamiento, la política internacional de Chile parecía confirmar la sospecha de que finalmente se transitaba hacia una segunda Cuba. La estadía en Chile de Fidel Castro entre el 10 de noviembre y el 4 de diciembre de 1971, veinticinco días en total, operó como confirmación de los peores pronósticos de la administración norteamericana y de las fuerzas más reaccionarias: Chile bajo Allende reconocía filas en el campo del socialismo real. El gobierno de la Unidad Popular pagó todos los costos de esa imagen sin acceder a ninguno de sus beneficios. Allende fue en visita oficial a la Unión Soviética en diciembre de 1972. Las condiciones del país eran ya dramáticas. El embargo decretado por Estados Unidos y el desabastecimiento interno requerirán de una importante inyección de recursos. Fue con seguridad el viaje más triste de Allende; volvió con las manos vacías. Fuertemente comprometida con Cuba, la URSS no estuvo dispuesta a asumir nuevos compromisos. A fin de cuentas, reconocía lo que la política internacional de la Unidad Popular ignoró: América Latina seguía siendo zona de influencia privilegiada de Estados Unidos y su gobierno no estaba dispuesto a tolerar el éxito de una experiencia que pusiera en cuestión esa condición.
Pero es finalmente en el terreno de la política doméstica en donde se registraron las mayores falencias. Un proyecto como el de Allende requería del apoyo de una mayoría amplia, de la “unidad social y política del pueblo”, según la expresión de Radomiro Tomic, el candidato de la Democracia Cristiana que compitió con Allende en 1970 y salió tercero con el 28.1 % de los votos. El programa de este último, inspirado en la idea de una “vía no capitalista de desarrollo”, tenía grandes puntos de confluencia con el programa de la Unidad Popular. Allí donde era imperativa la convergencia detrás de un programa de reformas profundas, un “compromiso histórico” según la expresión de Berlinguer, terminó constituyéndose una alianza entre el Centro y la Derecha que creó condiciones políticas propicias al golpe militar. La Democracia Cristiana, el gran partido de la Patria Joven, de la Revolución en Libertad, de la Reforma Agraria y de la chilenización del cobre terminó en brazos de una derecha a la que había combatido siempre. El proyecto de esa derecha no era el pronto restablecimiento de la “institucionalidad quebrantada”8, sino la imposición de una dictadura como la que apoyó durante diecisiete años y continúa hasta el día de hoy justificando.9 Es cierto: la responsabilidad principal de esta lamentable actuación recae sobre la dirigencia demócrata cristiana. Pero el sectarismo y la falta de lucidez de la dirigencia de la Unidad Popular tienen una ineludible responsabilidad. Eran ellos los conductores de un proceso que requería de una amplia y sólida base de apoyo. No fueron capaces de construirla y con ello facilitaron la acción de los golpistas.
La persistente actualidad de las alianzas entre el Centro y la Izquierda
La necesidad de reformas profundas no ha sido clausurada. Las desigualdades flagrantes, la informalidad, las brechas educacionales, el estancamiento económico, la deslegitimación de la política, son entre otros, algunos de los peligros que amenazan a las democracias y plantean con urgencia la necesidad de reformas mayores. La distancia entre la necesidad y la posibilidad real de emprender las transformaciones necesarias se ha extremado en los últimos años. Soplan vientos de cambio pero a menudo en sentido inverso hacia populismos autoritarios que con propuestas fáciles a problemas complejos ganan adhesión y consiguen erosionar por dentro a la democracia, utilizando para ello los espacios e instrumentos que ésta ofrece. El auge de las extremas derechas populistas que buscan construir sistemas gobernados por líderes autoritarios, con congresos con facultades limitadas y tribunales de justicia subordinados al poder, es un peligro real. Objetivamente la emergencia ya no de la clásica dictadura militar10 sino de las llamadas democracia iliberales constituye una tendencia fuerte de nuestro tiempo.
América Latina no está exenta. Brasil ya lo conoció con Bolsonaro hace pocos años atrás. En El Salvador, con su combate a la delincuencia sin el más mínimo apego al Estado de derecho, Bukele cosecha adhesiones y se ha convertido en un referente para líderes populistas de otros países de la región. Milei, un personaje extravagante claramente adscrito a las posiciones de la extrema derecha a nivel internacional, amenaza en la actualidad con conquistar la Presidencia de Argentina. En Chile, José Antonio Kast obtuvo el 44 % de los votos en la segunda vuelta de la última elección presidencial; en la actualidad controla el Consejo Constitucional llamado a proponer una nueva Constitución y es un aspirante serio a la Presidencia de la República.
La extrema derecha manipula los miedos y canaliza la desesperación y las rabias. Se alimenta de una cierta frustración con la democracia. No existe una bala de plata con la cual enfrentarla y conjurar el peligro. Se requieren acciones múltiples en planos diversos. Hay que energizar la democracia mediante reformas que amplíen la participación ciudadana, acorten los tiempos y hagan más expedita y eficaz la deliberación política. La única forma de enfrentar la crisis de la democracia representativa pasa por complementarla con la democracia participativa. Asimismo, la construcción de Estados de bienestar social es una pieza crucial de la estrategia para enfrentar la regresión autoritaria con que amenazan las extremas derechas.
La puesta en práctica de una estrategia antiregresión requiere de un respaldo político que garantice una mayoría sólida. La alianza entre las fuerzas de izquierda con las de centro es la clave. Cada vez que las derechas logran atraer para sí al Centro se abre camino a salidas que pueden tener consecuencias trágicas. La importancia de generar alianzas amplias entre el Centro y la Izquierda, cada una con su perfil propio, pero articuladas en torno a un programa común es una lección ampliamente actual de la experiencia trágica de Allende y la Unidad Popular.