*Esta columna fue escrita en conjunto con Jorge Canals, Director área de Cambio Climático de Chile 21.
La COP25 tiene el lema: tiempo de actuar. El informe de Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPCC) 2018 indica que para prevenir el calentamiento global extremo requerimos reducir las emisiones globales en 40% al 2030 y lograr cero emisiones netas al 2050. Es una buena noticia que Chile se comprometa a lograr esa meta al 2050. Junto a Costa Rica, son los únicos países de Latinoamérica en asumir el compromiso. Sin embargo, este anuncio es vacío si no se logra una meta ambiciosa al 2030. De hecho, hemos visto que, existiendo las condiciones para poder lograr que las termoeléctricas a carbón cerraran al 2030, se postergó al 2040, quedando como un traje a la medida de las generadoras.
La urgencia señala que la acción no sea en parte solo actuación, como lo ejemplifican una serie de acciones que ponen en duda que el país pueda cumplir efectivamente las metas de reducciones de emisiones.
En primer lugar, mientras el gobierno con toda razón señala en los foros internacionales que “la ciencia no se negocia” al defender que los informes del IPCC sean considerados en las negociaciones climáticas, frente a la insistencia de Estados Unidos y Arabia Saudita de quitar sus menciones (y que establecen la urgencia de tomar medidas), en Chile, cuando se le pide incorporar una nueva definición de cambio climático (ajustada a la ciencia) dentro del sistema de evaluación de impacto ambiental, que lo haga mucho más exigente, se niega.
En segundo lugar, mientras el gobierno decreta emergencias, de alto contenido comunicacional, por la gravísima escasez hídrica que asola al país, se niega a actualizar las normativas que permitirían usar aguas residuales o aguas grises para aportar a la solución. Decide, igualmente, pararse al lado de las grandes empresas al no querer revisar el código de aguas e implementar una reforma, iniciada en el gobierno anterior, que se alineé a las recomendaciones de la OCDE, y que aborde el problema del sobre otorgamiento de derechos de aprovechamiento de aguas.
En tercer lugar, al mismo tiempo que el gobierno tramita una reforma tributaria, desaprovecha esta instancia para fortalecer el impuesto verde, dando el golpe fatal a la generación a carbón, sin generar efectos sobre los precios de energía, y opta por deshacer los logros de la reforma tributaria al rebajar los impuestos a los superricos de Chile.
Finalmente, se habla de querer construir nuestros compromisos climáticos con la ciudadanía, pero se niega tozudamente a firmar el Acuerdo de Escazú, primer tratado ambiental vinculante surgido desde América Latina y el Caribe (región a la que Chile representa al recibir la COP 25), que refuerza la participación ambiental y del cual el país fue principal impulsor.
El panorama es desalentador y los hechos muestran que el Gobierno muchas veces opta por declaraciones mediáticas que no se reflejan en acción real contra el cambio climático dentro de Chile, estando más alineado con los intereses económicos.
Sin embargo, estamos a tiempo para que la COP no sea solo propaganda y slogans. Hoy, la energía más barata en Chile es la solar y la eólica, y es posible que el Gobierno traduzca la ambición que ha declarado comunicacionalmente, en una meta 100% renovable y de reducciones absolutas de al menos el 40% de las emisiones al 2030. Junto con la reforma al código de aguas, la actualización de las normas sanitarias, y el aumento del impuesto verde (como la OCDE y el Banco Mundial recomiendan) para industrias y automóviles, constituyen una agenda de verdad, a la altura de los desafíos y al rol que le corresponde al país de liderar las negociaciones climáticas. De tomar ese camino, sí que sería para Chile la COP de la acción y no la de la actuación.