Stephen Skowronek, uno de los principales estudiosos de la presidencia como institución, señala que los líderes exitosos no hacen necesariamente más que otros líderes, lo que sí hacen es controlar el sentido político de sus acciones y los términos en que se entiende su lugar en la historia. Se genera así la posibilidad de lo que el autor denomina “la política de la disyunción”, caracterizada por que las respuestas gubernamentales a los problemas fallan o caen en la irrelevancia y el gobierno se convierte en una amenaza para la vitalidad, si no la supervivencia, de la nación. El caso Macri es sin duda un ejemplo elocuente de esta situación.
Al cumplirse un año y medio de su segundo mandato, el Presidente Sebastián Piñera enfrenta el peor momento desde el levantamiento estudiantil del 2011. No deja de ser paradójico que, cuando parece lograr en la Cámara de Diputados aprobar la reintegración tributaria, que junto con la reforma previsional constituye la principal tarea encargada por sus “stakeholders”, enfrenta con impotencia la crisis en el Instituto Nacional; la desaparición de su objetivo de “solucionar” el problema de La Araucanía (que ha pasado disimuladamente a un tercer o cuarto plano); el liderazgo de las diputadas Camila Vallejo, Karol Cariola y Gael Yeomans en el debate sobre la reducción de la jornada laboral y problemas en las FF.AA. en que la principal constante es la aparición de nuevas irregularidades.
Dirige su Gobierno de una manera que hace pensar en una orquesta en que sus músicos, en lugar de tocar su instrumento con maestría, se dedican a molestar al auditorio.
Aparece así la ministra Cecilia Pérez instrumentalizando políticamente las dificultades del PS para enfrentar los problemas derivados de la incidencia del alcalde de San Ramón en su toma de decisiones.
También la ministra Cubillos, actuando como la encargada de seguridad de los establecimientos educacionales y promotora de iniciativas efectistas y con un alto grado de populismo (en que la foto de carabineros en los techos del Instituto Nacional representa el punto más alto de la falta de criterio: ¿cuántos días y semanas se quedarán en los techos para evitar una nueva incursión de los encapuchados?), en lugar de buscar constituirse en la lideresa de un área crucial para el futuro de Chile, como es la educación y, como si ello fuera poco, en guerra declarada con los profesores.
Igualmente el ministro Felipe Larraín llamando a rezar en momentos en que la economía trastabilla, por nombrar solo algunos ejemplos. Esto sin recordar las “salidas de madre” de los exministros de Educación, Salud y Cultura. Todo ello renueva la sensación de que el último cambio de gabinete fue una oportunidad perdida.
Al mismo tiempo, se desdibuja el relato con que el Presidente de la República quiso presentar los objetivos gubernamentales frente a la ciudadanía: transformación del país a partir de las convicciones de la derecha, impulso de una economía dinámica que expandiera la capacidad de crecimiento más allá de los problemas de la economía global “sobre los cuales el gobierno y el país tienen poco que decir“ (un discurso que siempre reiteró la derecha al criticar al Gobierno anterior); un estilo que busca impulsar políticas basadas en amplios diálogos nacionales y un Gobierno eficaz que detiene y derrota la delincuencia organizada y el crimen.
La actual administración ha perdido la justificación y el sentido político de su quehacer. Primero respecto de la ciudadanía, que no termina de entender la orientación de su gestión, pues las iniciativas relevantes (más allá de que se concuerde o no con sus definiciones) se entremezclan con otras proposiciones que responden solo a los resultados negativos de una encuesta para el Gobierno o a una presunta oportunidad de ganar popularidad.
También por la percepción ciudadana de una cierta permisibilidad frente al abuso (el caso de Quinteros es solo una muestra), el sacrificio de ciertos objetivos como, por ejemplo, la demora en aprobar el aumento de las pensiones básicas al usarse como arma para lograr aprobar su reforma de pensiones y la falta de capacidad para resolver temas críticos como el del Instituto Nacional, dejándose entrever en algún momento incluso la posibilidad de cerrar esa institución como única solución a su alcance. La falta de consistencia entre los resultados económicos y las expectativas creadas, acentúa el desafecto ciudadano frente al Presidente de la República.
También a los ojos del empresariado –con el cual comprometió la reducción del impuesto corporativo, la reversión de la reintegración tributaria sin compensaciones que le torcieran el sentido a la reforma tributaria; la reforma previsional que proyectara a las AFP hacia el futuro sin concesiones a un sistema alternativo– el Gobierno pierde su justificación y el sentido político. Se perciben así los problemas de gestión política gubernamental que no logra convencer al empresariado del sentido del diálogo, en torno a las reformas, con la oposición, pues carece de una propuesta clara de futuro.
Y, finalmente, respecto de su coalición con la cual no consigue un diagnóstico común (lo que para los neoliberales extremos es una rendición y falta de convicciones, para el Gobierno es solo un esfuerzo por viabilizar una reforma necesaria); enfrenta crecientes diferencias tanto respecto del contenido de las políticas como respecto de las formas para impulsarlas y no logra luego de 18 meses construir mecanismos efectivos de coordinación, viéndose obligados a improvisar reuniones (como fue la visita de última hora del Presidente a la reunión que tenía el ministro del Interior con los jefes de los partidos de la coalición) para salir de las dificultades. Todo esto se traduce en que con rapidez las principales fuerzas de la derecha empiezan a mirar las opciones presidenciales futuras, abandonando las apuestas que hicieron por el actual Mandatario.
La falta de resolución de estos problemas no augura un feliz destino a la derecha. Las diferencias en su interior tenderán a agudizarse al concretarse las distintas propuestas que empiezan a perfilarse en el sector. Más aún al desencadenarse la lucha presidencial y demás contiendas electorales. En tal sentido el Gobierno no puede garantizar la continuidad de su proyecto en un nuevo período presidencial. Naturalmente, con las dificultades que a su vez enfrenta la oposición (alta fragmentación, debates políticos de fondo indefinidamente postergados y propuestas programáticas que no terminan de apreciar los cambios que experimenta el país y que obligan a repensar muchas de las proposiciones tradicionales) no aparece en el horizonte una alternativa de peso.
Con todo ello, el futuro del país aparece bajo el signo de la incertidumbre y el peligro real de falta de gobernabilidad. Más aún si las amenazas de una posible recesión económica internacional terminan materializándose.